martes, octubre 30, 2012

Maquinista verde


Cierta noche el maquinista de un tren decidió probar suerte en el amor después de leer un viejo libro de poemas de Pessoa. Llevaba ya un tiempo haciendo el recorrido en la costa, viajando entre las plantaciones de plátano, aburriéndose de las moscas en los andenes, viendo a la gente moverse en remolinos y a tropezones en cada estación. Hasta entonces el joven maquinista había mostrado poco interés en las personas. Las miraba subir al tren como el niño que ve en el hormiguero alborotado una imagen global de movimiento sin detenerse demasiado en las singularidades.

Aquella noche el maquinista leía a Pessoa -y a su vez a Caeiro- poema tras poema a la luz de un candil de gas. Con cada cigarrillo que liaba y cada página que transcurría se acrecentaba el deseo por buscar algún amor. Ocasionalmente detenía la lectura para imaginar comidas en la playa, proyecciones de cine con su mano descansando en algún muslo y las palabras que dejaría caer por detrás de alguna oreja. Incluso se vio a sí mismo operando la locomotora inundado de saudades. Sentía que había un ardor en el pecho que necesitaba ser extinguido y que la búsqueda que ahora anhelaba era el único camino para hacerlo. 

Como si se tratara de un viaje más, empezó a abrir los ojos del corazón en todos los pueblos por los que la ruta lo llevaba. Desplegaba su alma en cada estación, cafetería y pueblo por los que pasaba. No tardó mucho tiempo antes de encontrar una mulata de amplias caderas y ojos intensos en la última estación. Hay una diferencia sustancial entre buscar el amor y esperar a que llegue; nuestro maquinista salió a buscarlo. Al inicio le costó convencerla; su propia impaciencia lo desbordaba y la buscó con insistencia. Después de un tiempo y varias visitas por fin la mujer cedió. Y entonces todo marchó como en los poemas: se obsequiaron besos profundos y caricias sutiles; hubo cine y hubo playa; las palabras dulces les escurrieron de los labios y los viajes en el tren fueron dolorosas separaciones llenas de saudades.

El maquinista decidió entonces, sin pensarlo, darle todo su vino. Esto es, toda su esencia; hasta la última gota, su sangre y su vino; se dejó llevar por lo más primitivo de su instinto y le dio a la mulata la copa llena, su corazón y la copa llena. Todo fue en vano porque la mujer, mitad mulata y mitad delirio, al ver la copa llena deliró como sólo una mulata puede y se marchó con otro hombre, dejando al maquinista drenado y abatido. Sin sangre y sin vino. Lo único que le dejó fueron las saudades y la copa vacía. 

Por largo tiempo deambuló el maquinista como un espectro, dirigiendo la locomotora por los fértiles campos de la costa, viendo mulatas inexistentes por detrás de los árboles de plátano y tamarindo, con sabor de lágrimas en la saliva, sin entender la absurda lógica detrás de los delirios de las mulatas. Nunca más volvió a leer a Pessoa. Por las noches recordaba los senos turgentes de la mulata, apagaba el candil pero los recuerdos no cesaban. El tiempo pasó, el dolor cedió, las cicatrices quedaron. La noche de San Telmo descubrió al maquinista apoyado en la ventana, viendo el puerto y los buques que salían. Se recordó de Adamastor, el gigante de Camões que naufragaba los navíos portugueses en su ruta al Índico; pensó que él mismo era un naufragio. No un náufrago sino un naufragio. Y quiso dormir. 


A la mañana siguiente, antes de subir a la locomotora notó una pequeña maceta con una planta marchita que algún pasajero había olvidado la noche anterior. La observó largo rato: una ramita rota, las hojas caídas y un verde muy triste. Algo en él se conmovió así que la subió a la cabina y decidió curarla. Al pasar por el parque recogió un poco tierra, en el cuarto del hotel la cambió y la regó. 

Pasaron los días pero la moribunda no mostraba mejoría, aún así el maquinista siempre la llevaba. Iba y venía con ella en cada viaje, subiendo y bajando de la cabina maceta en mano. Después de muchos cuidados y palabras de aliento que el maquinista le daba en los trayectos, la planta por fin mejoró. No era gran cosa, ni siquiera tenía una flor pero demostró ser agradecida ante tantas atenciones y viajes. 

El maquinista sin notarlo también mejoró. Siguió viajando solo con su nueva compañía, recordando aquel naufragio pero ya sin sentirse náufrago ni naufragio. Ni siquiera veía mulatas inexistentes en los campos. ¿Y la pequeña planta? Jamás dio una sola flor pero creo que nunca una planta vio tanto mundo ni fue tan viajada.

lunes, junio 18, 2012

La conveniencia de no tener un río en la ciudad


Estuvo bueno no tener un buen río cortando en dos la ciudad como en las grandes ciudades que tienen un Danubio o un Sena dividiendo las calles y avenidas como una lágrima continua y perpetua (visible en esa forma solo para los suicidas momentos antes de lanzarse a las aguas que corren como lágrimas que corren). Las ciudades, ya sabemos, tienen la enorme desventaja de mantener a cierta cantidad de población en agonía y sufrimiento constante; en otras palabras un pequeño inventario de suicidas potenciales. Y ésto es así porque somos animales sociales que funcionan bien en grupos pequeños pero no tanto en las cantidades bestiales de personas que aglomeran las ciudades de hoy en día. Acá por suerte en vez de río tenemos barrancos. Hondos y profundos como el dolor; como cicatrices de alguna guerra de treintiséis años; como el fondo de la panza de un amante que recién descubre un amor traicionero de la mano de otro amante que no es uno sino otro y se pasean por el centro de la ciudad sin prisas; como el abismo que se abre cuando se cierran todas las oportunidades. Digo por suerte porque sospecho que nuestra cantidad de suicidas aumentaría notablemente con un río a la mano. Y es que no es lo mismo amarrarse una piedra y tirarse a un río que lanzarse a las piedras y convertirse uno mismo en el río, se necesita un poco más de coraje y sufrimiento para hacer lo segundo. O al menos eso creo, nunca antes fui suicida.

lunes, febrero 20, 2012

Los ojos de Ganesha


Abrimos las ventanas.
Desde lo alto advertimos un mundo inundado
y mientras nos envolvía un aire cálido
los vimos nadando en caravana subacuática.

El agua que vemos es salada, acaso lágrimas, pero no hay miedo. Absortos observamos, yo a tu lado, tú quizás al lado mío, la fina piel del antebrazo que me roza, ahora el hombro, noto que lo llevas descubierto.

*Deliro*

El bebé elefante parece que se ha ahogado y te asustas; a mí lo que me preocupa es que estés triste. La madre ahora llega a ayudarlo, no está muerto, solo está cansado. Aplaudes y ríes. Me dices que quieres un elefante, yo sé que quieres el mundo entero.

Cierro los ojos y siento la fina brisa marina en el rostro, un aire de agua y sal que se lleva éste sueño hasta alguna región de la memoria. Y te recuerdo y siento un mundo inundado en los ojos... y elefantes que lo nadan.

domingo, febrero 19, 2012

Touché



He aquí como se transforma un corazón después de una mordida salvaje

Hic sunt dracones

Si tuviese que hacer un mapa de tu cuerpo dibujaría monstruos terribles, como en los mapas medievales.