domingo, diciembre 18, 2005

La sociedad del silencio

El silencio es único y simplemente existe. Lo encontramos a menudo, aunque no siempre lo valoramos de la misma forma. Acaso por la frecuencia de estos encuentros, se le introduce sin mucha ceremonia en el aro gastado y oxidado de la cotidanidad, privándolo de su justa importancia en el momento dado. Cuando chocamos contra él (es choque porque de súbito notamos su presencia) no es un encuentro violento ni explosivo; por el contrario, llega como la mano introducida en un guante de seda. Llegamos a él con la suavidad de una mano bien amada y sin embargo, no es raro notar que la reacción sea el rechazo. Huímos por instinto de lo desconocido, y siendo el silencio una forma de encontrarnos, no es que huyamos del silencio porque como ya hemos dicho, el silencio es hartamente conocido. Huímos de nosotros, porque nos encontramos desconocidos. El silencio puede ser soledad, oportunidad para vernos y sentirnos existentes. Pero el silencio también llega en compañía, y es ese silencio el que me impulsa a escribir esta reflexión. El encuentro de un par de ojos leyéndonos, buscándonos, interpretándonos o simplemente acompañándonos sin ruidos, adentro y afuera, nos comunica sin códigos ni lenguaje. Y la vista puesta en nosotros es prescindible, podríamos obviar la interpretación, el momento de compartir el silencio encontrado y convertirlo en lugar de encuentro para estar y ser nos conduce a pensar que los silencios incómodos son sólo para aquellos que no se conocen o cuyos caminos transitan en distintos rumbos. El silencio compartido es para quienes llegaron a él no por casualidad, sino buscándolo sin buscarlo y al encontrarlo lo único que se puede hacer es compartirlo.

sábado, diciembre 10, 2005

Destino

Mi destino no es morir viejo, cansado ni olvidado. Mi suerte está marcada por la muerte, claro que sí. Pero celebraré el día de su arribo alegremente bebiendo el aguamiel que me brindará la anciana con guirnaldas y laureles en su cabeza. Me doy cuenta del envejecimiento en mi cuerpo, pero he optado por la juventud de los campos verdes y los hice míos en aquellos montes de nubes encumbradas. Temo envejecer por dentro y podrirme. No quiero despertar sintiendo el aliento de mis intestinos infectos. Por eso veo esa puesta de sol de acero brillante que me dá la esperanza de que la humilde choza en la que terminarán estos mis días se trasformará en amplios recintos verdes. La gloria está en la forma de enfrentar ese último designio que aguardo con premura. Si tan sólo dura un segundo y después me nublará el negro sueño, pues que así sea. Pero no pasará un sólo día sin que espere de pie la puntual cita de la muerte dulce y bella, mujer luminosa del último aliento.